La mirada de un tierno - Caras y Caretas

2022-10-22 21:04:22 By : Ms. Maggie Lee

Leonardo Favio fue uno de los más grandes cineastas de la Argentina. También cantante y actor, supo imprimir a sus personajes la amorosidad que lo salvó de la vida marginal. A diez años de su muerte, recordamos a este artista integral y comprometido con la causa de los desposeídos.

Un retrato en blanco y negro, tres cuartos perfil derecho, fechado en abril de 1952. El pelo rapado, la mirada ausente y un código de verificación: V 04471 SI. Fue su primera aparición pública. Tenía 14 años. La foto de su primer prontuario policial. Se llamaba Fuad Jorge Jury Olivera, pero todos lo conocerían como Leonardo Favio. Había nacido el 28 de mayo de 1938, en Luján de Cuyo, Mendoza.

“De chico, ir preso era para mí como ir de visita a la casa de un pariente, a veces me llevaban porque estaban aburridos”, recordaría muchos años después.

La última aparición pública fue en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de la Nación, en agosto de 2012, en una silla de ruedas que conducía Graciela Borges. Recibía una de las tantas distinciones que le tocaron en vida, en manos del entonces diputado Julián Domínguez.

“Muchas gracias por haberse tomado la molestia de acercarse”, balbuceó, ante la atenta mirada de su mujer, Carola Leyton. Una enorme cantidad de personalidades del espectáculo, la música y la política se apretujaba en el lugar. Cacho Fontana, Virginia Innocenti, Luis Ortega y Horacio Verbitsky, entre ellos.

Murió de una neumonía, poco tiempo después, en noviembre de 2012.

Se cuenta que unos días antes de su viaje final había leído un poema de Fernando Pessoa que recitó, por teléfono, a algunas pocas personas de su círculo más íntimo: “Quien quiera escribir mi biografía/ tiene solo dos fechas/ la de mi nacimiento y la de mi muerte/ En medio de ellas, todos los días fueron míos”.

Tal vez sea otra leyenda en torno a su vida. Lo cierto es que los días de Leonardo Favio podrían ser motivo de una canción suya, podrían formar parte de la trama de cualquiera de sus largometrajes.

Sus películas, sus canciones llevan, siguen llevando, su energía en vilo. Es decir, las vidas de Leonardo Favio, que partió hace diez años ya, se espejan, como un reflejo, en su obra viva. “Eso es lo único que cuenta”, decía. El resto son imágenes, sueños, unas cuantas y triviales palabras.

A los diez o doce años vivía en la calle. Estuvo preso de niño en lo que fue el Instituto Agote. Estuvo preso de joven en una celda de la cárcel de Villa Devoto. Con las fibras que le habían quedado en el cuerpo de aquellas historias filmó Crónica de un niño solo. Su primera película, en blanco y negro, una hora y 19 minutos, donde puso en cuestión la manera de narrar cine en la Argentina.

Cambió el rumbo de su vida. Era 1965 y a sus 27 años comenzó a poner en foco su poder de encantamiento: se transformó en artista. Filmó las mejores películas del cine argentino y se hizo cantor popular.

A los 40 años, en los tiempos de “Fuiste mía un verano”, ganaba hasta 40.000 dólares en una sola noche, cantando en teatros o estadios llenos, catorce o quince canciones con su voz íntima, sin la gracia de Dios, pero de expresivo vuelo rasante.

Sin embargo, el vacío del gran éxito lo rondaba, esa otra forma del infierno. “No sabía cómo salir de la rueda. La esclavitud en la cima de la gloria es lo peor: estaba a punto de volverme loco”, decía. “Sonaba el teléfono y siempre había sonado por mí, pero en esos años, yo no sabía si los llamados eran para el que salía en las tapas de todas las revistas del corazón.”

Le pasaban cosas extrañas.

–Mi jefe lo felicita por el show y lo invita a su finca por un aperitivo.

–No, no puedo, tengo una cena en el consulado argentino –se disculpaba Favio.

–Es que no entiendes, a mi jefe no se le puede decir que no.

En la Colombia encendida de esos años, le dedicó sin quererlo, sin buscarlo, tres o cuatro temas a un señor bajo, de pelo enrulado, y tuvo que aceptar un maletín de dinero.

Pablo Escobar se tiraba hacia atrás en su sillón preferido, el de siempre, y no podía creer que tenía a su ídolo cantando en el living de su mansión. Quería que le firmara la tapa de todos sus discos.

En esos días, Leonardo Favio recordaba esa aventura y hasta imaginaba una biopic, veinticinco años antes de que las series basadas en la vida de Pablo Escobar resultaran un éxito.

“Me contaron que cuando murió, baleado en una terraza de Medellín, se agarraba de la panza sangrante y se preguntaba: ‘¿Será que me estoy muriendo?’. ¡Qué vida para filmarla!”, decía Leonardo Favio, en su estudio de Uriburu y Viamonte, en los años 90, en un quinto piso luminoso. El sol alto. La guitarra en uno de los sillones rojos.

Era un explorador de vanguardia, alguien que andaba unos pasos más adelante, siempre, con una linterna en la mano.

“Estas bermudas no tienen remedio”, decía Leonardo Favio. En ese tiempo usaba seguido esa frase. “Este actor no tiene remedio”, y se reía.

Por entonces, andaba con unos vaqueros azules cortados por encima de la rodilla, que se deshilachaban en los bordes, una camisa oscura y unos pañuelos hindúes cubriendo su cabeza.

Después de Gatica, el Mono, entresoñaba un documental desmesurado sobre el peronismo, y escuchaba los discursos de Perón y Evita del derecho y del revés, con las imágenes del 17 de octubre, dele y dele, en las pantallas del fondo de su estudio. Con el tiempo, esos años de investigación emotiva los iba a condensar en Perón, sinfonía del sentimiento.

Le gustaba tener conversas, que no es lo mismo que largas charlas, con fondo musical de unos coros gregorianos en el aire, la música sacra que puso como telón de fondo, en su película, a las sangrientas batallas entre Gatica y Prada. Ni Tarantino se animó a tanto.

Tenía, en ese estudio de la calle Uriburu, una especie de altar en un rincón, con fotos y piedras secretas, alguna vela amarilla encendida y otra de color rojo, apagada. Entre las imágenes había una pequeña, engarzada en un marco de alpaca. Favio la tomó entre las manos como a una reliquia. “Me gusta estar cerca de esta foto de mi amigo Cacerola, un amigo de la infancia. Yo no soy un creador de nada, Cacerola me dicta todo. Hago silencio y él me dicta”, decía.

Había, en otro cuarto de ese estudio, una foto de Perón, varias de Evita, ninguna de Isabel.

Leonardo Favio estuvo en el montaje del escenario en Ezeiza, cuando el regreso festivo del exilio de Perón, el 20 de junio de 1973, terminó en una tragedia.

Había tenido varios encuentros con él, en España, en la quinta de Puerta de Hierro, y al primero llegó quince minutos tarde. “La demora no es nada, me preocupó su seguridad”, le dijo el General, y medio que lo desarmó.

Cuando de vuelta de todo, de su propio exilio tras el golpe de 1976 –la etapa más difícil de su vida adulta–, se le pedía que recordara a Perón, decía: “Cada vez que me despedía, las tres o cuatro veces que lo vi, me daba la impresión de que lo dejaba solo, como desprotegido. No tengo la imagen histórica de Perón, a mí me parecía una persona frágil. Veía a un hombre solo, con una lucidez pavorosa pero sin la capacidad física de ponerla en práctica”.

La película con la historia de Gatica fue su anhelado regreso al cine después de Soñar, soñar, un film pequeño y entrañable.

Habían pasado más de quince años. Leonardo Favio la filmó sin sonido original. Los diálogos se ponían después: en los estudios se ponía mucha música, acorde a los climas que quería generar.

Esa mañana de rodaje sonaba mambo en el set, porque venía el momento en que Gatica iba a conocer, en un cabaret de fines de la década del 40, al amor de su vida.

Las filmaciones, se sabe, son un gran tiempo de espera, y en algún momento, Virginia Innocenti, con ese vestido de lentejuelas que le quedaba como un guante, comenzó a bailar, con sus caderas encendidas, el mambo que no paraba de sonar.

“Estaba en uno de los enormes estudios vacíos de Florida 1, no había nadie y de pronto miré hacia la puerta y vi a Leonardo, junto a Rodolfo Mórtola, jefe de arte, que se miraban entre ellos”, recuerda ahora Innocenti. “Tiraron a la basura lo que tenían escrito para esa escena en el guion. Cambiaron todo. ‘Bailá’, me dijeron.”

Ella cuenta ahora –después de una de sus clases de teatro, mientras se muda a Traslasierra– que con los años se hizo confidente con Leonardo Favio. Le iba a contar sus proyectos. “Tenía un humor muy tierno y cínico. Yo le decía que quería cantar y filmar, deseos que pude concretar, y él me bendecía. ‘Si eso lo pude hacer yo, cómo no lo va poder hacer usted’, me decía, y sonreía”, recuerda Innocenti, que escribió la letra y música de “Nazareno”, una canción que es un tributo a Favio.

Por Gatica, el Mono, lo habían nominado a competir por el Oscar pero se bajó del caballo con una carta cascarrabias donde denunciaba, entre otras cosas, las ventajas de distribución que tenían las películas extranjeras en la Argentina sobre las producciones locales.

A partir de entonces, se logró la Ley de Cine en la Argentina.

Su salud le jugaba en contra a Leonardo Favio, pero no ejercía la compasión por sí mismo.

No salía casi de su estudio de la calle Uriburu y se frotaba las manos y mojaba un pañuelo blanco en una jarra con agua mineral que se pasaba por sus labios, que se le secaban de tanto hablar con extraños.

Ni mencionaba la resaca de una hepatitis brava que lo tenía, en esos años, a maltraer. Tocaba al pasar el tema, no se detenía en la enfermedad ni un minuto.

“Dios ha sido exagerado conmigo”, contaba. “Me dio la posibilidad de andar desnudo por un río en mi niñez. Vivía con doce perros, a los cuales amaba, y más que a ninguno a Cautivo. Con ellos me cobijaba del frío de Mendoza, ese que te cala los huesos. Silbaba y venía el Cautivo, venían los otros perros, y se ponían arriba de nosotros, que dormíamos sin congelarnos.”

Favio recordaba aquella historia, en abril o mayo de 1994, en un almuerzo muy largo, en un gran bodegón de Córdoba y Gascón, demolido en los últimos años.

Andaba con ganas de agradecer, de cambiar cierta imagen pública de su vida más sufrida, que no le gustaba nada. Soportaba un dolor, su hijo de un primer matrimonio con María Vaner, Luis María Jury, había caído preso en ese entonces.

Entraba en largos monólogos. No había que preguntarle mucho.

“No me quejo de nada. El ruido de los coleópteros que he disfrutado en mi infancia, allá, entre las flores, dudo que lo haya disfrutado Rockefeller. Dudo que hayan vivido algo parecido cualquiera de esos ejecutivos inmersos en la Bolsa, entre el cemento, donde la magia no habita. Conozco el canto del picaflor, lo puedo diferenciar entre muchos otros pájaros.”

“Me fugaba del Patronato de Menores y me iba a buscar el cabo Mauna, que se reía de mis ocurrencias. Dormía en un corralón inmenso de la comisaría, donde estaban los fardos de pasto, porque todavía andaba a caballo la milicada.”

Leonardo Favio narraba en imágenes. Sabía que convocaba mundos. Los compartía.

“No ingresé al Buenos Aires de las oficinas”, decía. “Lo primero que hice fue ir a trabajar al Parque Japonés, y allí hice base, rodeado de enanos, saltimbanquis, gente que escupía fuego por la boca. Ese clima de los circos del arrabal. Todo ese mundo que volqué más tarde en la película Soñar, soñar.”

“Vivía en una pensión cercana, La Antigua Marina, ahí, por Retiro, y la pasaba lindo, y después salió lo de las novelas en Radio El Mundo y me convocó Leopoldo Torre Nilsson porque era la cara que necesitaba para su película El secuestrador. Leopoldo me presenta a todo el circuito tanguero más selecto. Y me hago, enseguida, amigo de Aníbal Troilo, Pichuco, una especie de emblema de la ciudad, un buda del bandoneón que te indicaba el rumbo sin decirlo. ‘Sentí Buenos Aires’, te pedía Pichuco cuando lloviznaba sobre el empedrado de la ciudad. De ahí me viene cierta sensación que percibí desde muy joven: el mundo como un gran espectáculo. No digo los estudios de televisión, los escenarios teatrales, los sets de filmación: la calle, la gente, los bares. Todo como un gran espectáculo.”

Tenía su audacia Leonardo Favio, y hasta filmó dos versiones de la misma historia. En 1966, Este es el romance del Aniceto y la Francisca, elegida la mejor película del cine argentino, devenida Aniceto, con Hernán Piquín en el papel principal. En 2007, obsesionado con la nueva versión, recibió al periodista Gustavo Ng. Le hizo una larga entrevista y luego se hicieron amigos.

Desde China, donde está trabajando desde hace meses para su sitio de intercambio cultural Dang Dai y presentando su último libro, La intimidad de las islas, Ng escribe un e-mail.

“Le quería hacer otras preguntas pero me llevaba a lo que quería hablar: me di cuenta enseguida de que pensaba la película mientras me la contaba. Me empezó a llamar Negrito, en un momento. Estaba usando mi entrevista para pensar en su película. Tenía la mente puesta en esa película como si estuviera en el medio de las montañas. Me hablaba de los perros. Los de su vida, los de sus películas. Yo estaba medio desconcertado y él era completamente feliz.”

“A los dos días me llamó: ‘Venite, Negrito’, y así empezamos a vernos cada tanto. Un día me pidió: ‘Escribí unas líneas sobre mí, lo que vos sabés nomás. Van a hacer un acto por ahí, y hay que decir algo’. Le mandé un texto por mail, tocó acá y allá, me lo devolvió y me llamó: ‘Quiero que lo leas vos’. Le dije que bueno, me citó ese día en una pizzería de Callao y Bartolomé Mitre. Resultó que el pequeño acto era en el Congreso de la Nación. Lo habían nombrado Personalidad Notable de la Cultura, o algo así, en el Senado. Yo había ido con el pantalón y la camisa del día que lo entrevisté, y el recinto estaba repleto de hombres de trajes a medida y cámaras de televisión, artistas hermosísimas y gente que yo había visto en el cine cuando era chico. Y yo daría el discurso central. Sentado a mi lado, estaba Favio. Me tocó el turno y leí medio a los gritos, sin nada de aplomo, medio temblando, totalmente desentonado. Sentí en la nuca la sonrisa de Leonardo Favio y supe que estaba con él en sus montañas, con algún perro cerca.”

Hay algo en Leonardo Favio, en sus canciones, en sus películas, que lo emparenta, de manera secreta, con otros artistas luminosos. Como Luis Alberto Spinetta o la Negra Sosa, que no leían música sobre un papel; como Oscar Masotta o Germán García, que no habían estudiado Psicología en la UBA; como Quinquela Martín o Marta Minujin, que no habían pisado Bellas Artes, Leonardo Favio tenía cierto orgullo de pocas cosas. Una de ellas era su carácter de autodidacta.

Los autodidactas guardan siempre una actitud de inquietud y a la vez de confianza. Nunca olvidan su olfato de cazador. Creen, más que nada, en las indicaciones de su cuerpo. “No me tuve que formar, me formé”, decía.

“Lo que me ha ayudado siempre en la vida fue guarecerme en gente de talento con la que tenía una afinidad natural. Siempre he sido curioso. De pibe estudiaba hormigueros, cerros, flores, atardeceres. De grande, caía en mis manos un libro de Jauretche y lo leía como si comiera un sándwich. Lo que a mí me salvó fue la curiosidad.”

Pero aunque Favio era un experto en pensar en imágenes, hacía –en sus canciones, en sus películas, en su estar con otros– una defensa sentida de la anécdota. Lo ofuscaba la connotación de frivolidad que le dan a esa palabra algunos narradores modernos. “Hay que tener algo para contar”, decía. Y todo lo convertía en una historia.

La que le pasó el primer día de rodaje de Gatica, el Mono lo pudo haber dejado nocaut. Pero él interpretó, en cambio, que los dioses estaban de su lado.

“Hacía quince años que no filmaba. Y me traen para la primera escena una cámara moderna, gigante, como de un metro y medio. Todo el mundo a la espera. Actores, técnicos, periodistas. Más que un clima, se vivía una cosa de ritual. Me acerco a la cámara para dar el encuadre definitivo, ceremonioso, y empiezo a mirarla, primero con ansiedad y después con una inquietud silenciosa. No encontraba el visor por ningún lado. No quería decir nada por pudor. Y entonces llega un asistente, el único que alcanzó a percibir lo que pasaba, y con mucha cancha, sin palabras, me guiña un ojo, hace ‘clic’ y destapa el protector del visor, y le pasa una franelita para disimular. Todo un gesto. Lo miré agradecido, también sin palabras, y empecé a filmar. Una tontería, pero significó tanto eso. Nunca había tenido un puntapié tan favorable en una película.”

Mientras restaura El pañuelo de Clarita, de Emilia Saleny, primera película de una mujer en el país, con vistas a un futuro documental, María Eugenia Lombardi –autora del libro Emilia y las invisibles, en el que también repasa la historia de ese mítico film– reconoce en Leonardo Favio a un maestro.

“Quizás porque su madre les recitaba García Lorca a él y a su hermano mientras cocinaba, o porque era una prolífera escritora de radioteatro”, reflexiona Lombardi. “Quizás porque, como dice Pablo Alabarces, Favio tenía la capacidad de transformar la infamia en resistencia y un oído descomunal para escuchar voces subalternas.”

“La cosa es que el cine de Favio es, en esencia, una narrativa popular desde ‘lo’ popular. Una mirada con el punto de vista a la misma altura. Porque para Favio, el encuadre es un tema moral (en sus propias palabras). Cuando un cineasta encuadra, se está narrando –también– a sí mismo. Está exponiendo su forma de mirar el mundo. Y, al hacerlo, gesta una relación afectiva con el público. Y si esa mirada, además, es representativa para el pueblo (Nazareno Cruz y el lobo fue durante treinta y nueve años la película más vista de la historia del cine argentino), el amor entre artista y público puede ser extraordinario.”

Pero más allá de eso, María Eugenia Lombardi rescata ciertos aspectos urgentes que a Leonardo Favio lo mantenían atento.

En julio de 1994, se impulsó un artículo para la reforma constitucional que garantizase el “derecho a la vida desde la concepción”. El oficialismo menemista quería extender la prohibición del aborto a los casos de violación o riesgo de vida para la madre.

“Leonardo Favio –cuenta Lombardi– fue uno de los pocos varones en firmar una carta que rechazaba de plano esta iniciativa criminalista, junto a mujeres como Isabel Sarli, María Elena Walsh y China Zorrilla. Esa carta se titulaba ‘En defensa de la vida’.”

“No, no, lo más lindo que viví con Leonardo, las charlas con mate y bizcochitos, de alta intimidad, no saldrán de mi boca. Nada de lo que nos confesamos allí puedo decir sin su consentimiento”, reconoce, antes de ingresar a la función de La vis cómica, ese personaje que es Cutuli, que fue su amigo.

“Tenía mucha palabra Leonardo Favio”, recuerda el actor. “Una noche de los 80 me fue a ver a Babilonia, a un espectáculo que hacíamos con Batato Barea, y al terminar la función me vino a saludar. ‘Cuando vuelva a filmar te llamo’, me dijo. Siempre creí que era una frase dicha en el fragor de un camarín y nada más. Y me hizo debutar en cine, años después. Martín Andrade, el papá de Antonella Costa, me dejó un mensaje con un número de teléfono. Llamé varias veces y no lo encontraba. En un momento alguien preguntó quién llamaba, di mi nombre y me dijeron, del otro lado de la línea: ‘Soy Leonardo, vení para acá’, y me dio una dirección. Fui sin imaginarme nada, nunca pensé en Favio. Cuando abrió la puerta y lo vi, en slip, con el mate en la mano y con uno de sus pañuelos en la cabeza, casi me desmayo. ‘Si sabía que eras vos no venía’, le dije. Me dio el papel del relator de las peleas de Gatica, Fioravanti. Fue tan calmo, me dio tanto aire, que yo, que nunca había hecho cine, mandé la letra y la escena salió de una. Tuve que ir al otro día solo para chequear que todo estuviera bien. Eso te lo puedo contar. Pero lo que nos hemos confesado con los mates y los bizcochitos no puedo. Esas confidencias me las llevo conmigo.”

La cantora Dolores Solá dice que aunque pueda sonar polémico, para ella, Leonardo Favio es el mejor artista argentino de la historia.

“Lo jugado que era Favio, lo arriesgado. En sus canciones, en su cine. Lo que en otros sería kitsch, cursi, momentos exagerados, panfletarios, en él es una impronta. Siempre está en el borde de pecar de algo y nunca peca. La luz de Nazareno Cruz y el lobo es lisérgica. El peronismo es un movimiento que apostó al amor como una categoría política, y Favio es quien logró hacer lo mismo de su obra. En ese sentido no se pueden pensar el uno sin el otro.”

La cantante lo conoció a través de su hermano, Felipe Solá, quien apoyó, como productor, con unos pesos, el rodaje de Aniceto.

“Favio –recuerda el ex gobernador de la provincia de Buenos Aires– fue el más grande poeta visual de la Argentina y de Latinoamérica porque sabía cómo iluminar técnica y espiritualmente cada escena. Era un tipo gracioso, de mucha ternura en juego. ‘Soy peronista de la cintura para arriba; de la cintura para abajo soy multipartidario’, decía, cuando se apagaban las luces.”

“Leonardo no era un escéptico de la política sino de alguna manera de hacer política. Le gustaba decir que el mejor político es el que sabe, de antemano, dónde va a caer la pelota.”

En los años en que filmó Aniceto, Leonardo Favio se había hecho muy amigo de doña Begonia, la mamá de Dolores y Felipe Solá, una mujer de casi noventa años. Le llevaba regalos, una placa, una virgencita, todos los lauros que le daban, Leonardo Favio los regalaba a sus amigos. Tenían con la señora mayor una larga comunicación íntima que pasaba por la religión. Era su tema de los últimos años.

“La oreja me salvó siempre. Tengo un pensamiento”, decía Favio. “Capaz que es el único pensamiento que tengo, y es que Dios, en cada momento, me va a indicar lo que hay que hacer. Y la música aparece. Siempre. En algún momento de mi vida conocí a ese Dios que tenía por intuición y comenzamos a sentirnos orgullosos: uno del otro. Un Dios que, como yo, se sentaba junto a las prostitutas, los desposeídos, los ladrones. Descubrí que el acto de fe más maravilloso que tenía ese Dios, que además era oficial del gremio de la construcción, un humilde carpintero, era comprender a fondo la fragilidad humana”.