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2022-10-22 21:09:18 By : Ms. May Song

Quizás al mundo le falta un país: el de las buenas intenciones. Una tierra mítica donde los vencidos serán hermosos y las consecuencias de cualquier acto mejorarán la vida de sus habitantes. Pero no existe. Quizás las naciones ricas del planeta debieron tenerlo en cuenta cuando decidieron cambiar —en un tiempo nunca visto antes en la historia— casi por completo los fundamentos energéticos de la economía mundial. Todo el planeta quiere ser verde y libre de carbono, como Europa, en 2050. Aunque cada vez surgen más dudas de que resulte posible. Y en la nación de las buenas intenciones alguien se olvidó advertir del elevado coste económico y social que tendrá —solo— intentarlo.

Puede que no exista otra opción. Puede que “tampoco exista aún el caballero blanco tecnológico global” para hacer la transición. Puede estar en lo cierto Antonio Rojas, socio de Analistas Financieros Internacionales (AFI). Pero la tecnología, la geopolítica, el tiempo, la naturaleza del ser humano y la historia arrastran cadenas. El petróleo se descubrió (comercialmente) en 1859 y aún hoy continúa siendo la principal fuente de energía. Eso sí, solo quedan tres décadas hasta 2050. El tiempo no resulta tan relativo. “El cambio dejará cicatrices sociales y económicas, y serán profundas”, refrenda, a la pregunta del periodista, Mariano Marzo, catedrático emérito de la Universidad de Barcelona (Departamento de Dinámica de la Tierra y del Océano, Facultad de Ciencias de la Tierra). Y no solo porque los hidrocarburos formen parte del universo del hombre. Plástico, alquitrán, detergentes, fertilizantes… Sino porque ese paraíso intangible que se llama mercado vive en el presente de sus ganancias y el futuro nunca es una tierra prometida.

El Fondo Monetario Internacional (FMI) revelaba en diciembre que el carbón, el petróleo y el gas recibieron en 2020 unos 11 millones de dólares por minuto en todo el mundo en subsidios. Cada minuto de cada hora de cada día durante los 365 amaneceres de un año entero. “Con lo que también se pierde un 6% de los impuestos que tendrían que pagar”, critica la organización. Se volatilizan ingresos que deberían contribuir a mitigar los daños que causan en el medio ambiente. “Para estabilizar las temperaturas globales debemos abandonar urgentemente los combustibles fósiles en vez de añadir gasolina al fuego”, apunta Mike Coffin, analista de Carbon Tracker. Aunque hasta ahora los 60 bancos más grandes del planeta defendían otro relato. Financiaron con cuatro billones de dólares (3,53 billones de euros) a esta industria entre 2016 y 2020, según un trabajo conjunto de marzo de 2021 de diversas organizaciones climáticas como Rainforest Action Network (RAN) o Bank Track.

Pero ¿estamos listos para las consecuencias de verter agua sobre las llamas? La consultora McKinsey —en su informe The Net-Zero Transition: What it Would Cost, What it Could Bring (La transición al neto cero: Lo que podría costar, lo que podría aportar)— estima que lograr las emisiones netas cero en 2050 costará al mundo inversiones por valor de 9,2 billones de dólares (8,1 billones de euros) al año. Unos 3,5 billones más que actualmente. En total, 275 billones de dólares (243 billones de euros). El 7,5% de la riqueza del planeta. Contando con que aparezca el caballero blanco energético. “En muchas industrias ya existen esas tecnologías para reducir emisiones, lo que hace falta es más inversión e innovación junto a políticas que fomenten la I+D e incentiven la adopción de estas estrategias”, subraya Marie Vandendriessche, investigadora sénior de EsadeGeo. Aunque entre medias orvalla esfuerzo y sufrimiento. ¿De los de siempre? La firma prevé que el precio de la distribución de la electricidad subirá un 20%, la demanda será el doble, el acero aumentará (sobre sus valores actuales) el 30% y el cemento un 45%. Año 2050. Las renovables crearán unos 200 millones de trabajos y se perderán 185 millones, sobre todo en la industria fósil. No es una suma, sino una resta. Miles de personas desaparecerán del mercado de trabajo. La economía de las buenas intenciones exilia a sus perdedores. Pese a las iniciativas legales que pretenden una transición justa. ¿Un oxímoron? Pocas dudas hay. Mientras se espera encontrar el trébol de cuatro hojas de la transición energética, la inflación es la savia que asciende por el tronco e impulsa las malas hierbas. “Limitar el suministro de combustibles fósiles provoca que los precios aumenten”, reconoce Xavier Chollet, gestor del fondo Pictet-Clean Energy. “Pero las energías renovables eólicas y solar, tras una década drástica de reducción de costes —que continúa—, son ya la fuente de energía más barata en varias regiones. Incluso resultan deflacionarias al ser gratuitas”.

Tiene su lógica. También el economista inglés Arthur Pigou (1877-1959) cuando decía aquello de que “quien contamine pague”. Por eso, la Unión Europea decidió aumentar los precios de los derechos de emisión, pensados para reducir la contaminación procedente de gases de efecto invernadero. “Pero esto significa que, dado el ritmo al que puede avanzar la sustitución de energías sucias por limpias, los precios de la energía subirán [ya lo estamos viendo]”, observa José María Montalvo, catedrático de Economía de la Universitat Pompeu Fabra (UPF). “¡Y ojo!”, exclama, “porque la mayoría de las revueltas sociales vividas en los últimos años (Chile, Francia, Kazajistán) comenzaron por el aumento de los precios energéticos y no por la desigualdad o la pobreza”.

Sin embargo, la injusticia habita los hogares. Sobre unos pies que no calzan, precisamente, diamantes en las suelas de sus zapatos. Si se fuerza a la banca —analiza el docente— a financiar solo actividades verdes, es posible, por ejemplo, encontrar situaciones en las que una familia con pocos recursos no pueda acceder a una hipoteca, o no se la den, porque adquirir una vivienda con la certificación de sostenibilidad sea más cara. Otro caso. “Los coches contaminantes tienen prohibido el acceso en algunas ciudades, como Barcelona. Quien no pueda permitirse uno nuevo está penalizado por ser pobre. Da pánico cuando algunos científicos se convierten en activistas y solo piensan con los anteojos puestos”, subraya Montalvo. “La transición ecológica tendrá un coste elevado y fracasará si no se reparte de forma adecuada”.

El mejor artesano de todos es el tiempo. Su percepción. Entre el egoísmo del presente y la “generosidad” del mañana. Aquello que llamó Mark Carney, exgobernador del Banco de Inglaterra, en 2015 la “tragedia del horizonte”. Los impactos más catastróficos de la emergencia climática se sentirán en décadas. Y la generación actual joven —sorprendida entre dos crisis económicas mundiales y una pandemia— cree que el horizonte es chatarra. Pese al optimismo del dinero. La compañía financiera Aurea Capital Partners transporta esa iridiscencia dorada. “España recibe un 35% más de irradiación del Sol que el resto de los países del sur del continente, y cada euro invertido aquí en producción solar aporta un 35% más de margen de rentabilidad frente a cualquier nación de la Unión Europea. Estamos en la misma situación que Noruega cuando descubrió las bolsas de petróleo en los años sesenta y creó el fondo soberano más grande del mundo”. ¿Exagerado? Será que los financieros son los grandes creyentes.

Porque todavía no sabemos cómo descarbonizar la industria. ¿Es posible producir cemento o acero ecológico? Hoy no. El sector industrial “aporta” el 30% de las emisiones mundiales y consume el 37% de la energía. Nada se frena. En las próximas cuatro décadas se prevé que se construya una ciudad del tamaño de París cada semana. ¿Sin cemento? ¿Sin acero? La consultora Oxford Economics estima que el sector emplea en la Europa de los Veintisiete a unos 320.000 trabajadores y aporta 20.700 millones de euros al PIB europeo. ¿Los volveremos digitales? El sentido común no se detiene en las tierras yermas. Ni se ahoga en sus aguas. “Descarbonizar el transporte marítimo costará 1,5 billones de dólares [1,3 billones de euros] entre los próximos 20 o 30 años”, calcula, en el medio digital Nikkei Asia, Jeremy Nixon, director general de Ocean Net­work Express, una naviera con base en Singapur. Desde luego, aterra la inacción y esa niebla de contaminación que restriega su lomo sobre los cristales de la Tierra. “El verdadero punto de referencia para entender el precio de cualquier estrategia de transición, ya sea ordenada [se toman las medidas adecuadas para mantener el planeta en el rumbo de un calentamiento entre 1,5 ºC y 2 ºC] o desordenada [el ajuste se retrasa años], es el coste de la inacción, y todos sabemos que la respuesta resulta completamente desagradable para el futuro de la Tierra”, reflexiona Eoin Murray, responsable de inversiones de la gestora Federated Hermes International.

Mientras todo el planeta espera que aparezca, como el inverno, por sorpresa, esa tecnología redentora que lave las manos de décadas de “pecados” medioambientales, el catedrático Mariano Marzo abre el libro del álgebra y lee la realidad. El “trilema energético”. Tres vértices. Medio ambiente. Economía (incluye preocupaciones que van desde las grandes cuentas del Estado hasta la pobreza energética). Seguridad, fiabilidad y calidad de los suministros. La idea es buscar el equilibrio. “Si nos centramos en uno solo, se corre el riesgo de descuidar los otros dos frentes y perder la batalla”, ahonda el experto. A Europa le falla la seguridad. Salvo Dinamarca (datos de Eurostat), los restantes Estados miembros de la Unión de los Veintisiete son importadores netos de energía. La tasa de dependencia energética europea era del 61% en 2019. Y casi dos tercios corresponden a crudo y productos petrolíferos, seguidos del gas natural (27%) y el carbón (6%). Por eso la Unión propone más gas natural licuado (GNL) y acelerar la transición. Pero la primera opción —resume Mariano Marzo— supone incrementar todavía más los precios de la energía. Su valor es superior al tradicional. Y la segunda no evita las presiones sobre la seguridad del suministro a medio y largo plazo. Por eso es un dilema. No es “desconectar” y que todo irradie una luz verde. Es llevar pobreza, sufrimiento e inequidad a millones de hogares. Las casas y las tierras más débiles. Allí “donde las almas de los devotos arden invisibles y medio oscuras”, escribió el poeta T. S. Eliot.

Un fulgor diferente desprenden algunos bancos. Las llamas están apagadas. Y frente a sus inversores y clientes vierten posibilidades. “Más que exceso de optimismo [en los tiempos y facilidad de la descarbonización], nosotros creemos que es un planteamiento de ambición global necesaria”, defiende Severiano Solana, director de seguimiento y estrategia sostenible de CaixaBank. Y aventa sus datos, al igual que granos en una era, con la esperanza de que germinen. El año pasado destinaron 31.375 millones de euros a financiación sostenible. Un 150% más que el ejercicio anterior. Además, se batieron los récords en créditos de esa naturaleza (11.595 millones) y en emisiones de bonos con criterios ambientales, sociales y de gobernanza corporativa, ESG (19.780 millones).

Números, números, taxonomía. Otro de los problemas. ¿Cómo medir lo que sucederá en décadas? Algunos estudios sitúan el coste de la inacción a finales de siglo entre el 3% y el 20% del PIB del mundo. Distancias que para el capitalismo actual son años luz. “A corto plazo resulta factible medir las consecuencias económicas, pero a largo, cuando hablamos de ocho décadas, la percepción de los beneficios se difumina y se aleja en el tiempo”, lamenta Lara Lázaro, investigadora principal del Real Instituto Elcano y defensora de la urgencia de la transición energética. “Si solo mirásemos los costes, no estaríamos embarcados en este tema. Es un mandato científico y, si lo incumplimos, las consecuencias resultarán catastróficas”, augura. Ayudas europeas como el Fondo de Transición Justa —10.000 millones de euros— deberían servir de colchón a aquellos países, caso de España, que enfrentan graves retos socioeconómicos tras embarcarse en este “viaje” hacia la neutralidad climática. Pero España, advirtió el filósofo Ortega y Gasset, “es el pueblo más anormal de Europa”, ni siquiera ha hecho una revolución. Si fracasa en ésta, será una muesca más en su fallida historia.

Mezclar números y poesía. El verso de Juan Ramón Jiménez “Cómo era, Dios mío, cómo era?” y la primera parada, en 2030, para llegar a las emisiones netas cero en el mundo dos décadas después. En esa fecha, dentro de ocho años, el número de puntos de recarga públicos para vehículos eléctricos, acorde con la Agencia Internacional de la Energía (AIE), habrá aumentado de un millón a unos 40 millones. Esto supone invertir al año 90.000 millones de dólares (79.000 millones de euros). En el mismo intervalo, la producción anual de baterías destinadas a vehículos eléctricos crecerá de 160 gigavatios hora (GWh) a 6.600 GWh. O sea, lo mismo que añadir 20 gigafábricas cada 365 días durante la próxima década. Y la inversión al año en conductos de CO2 e infraestructuras dirigidas al hidrógeno pasará de los actuales 1.000 millones de dólares a unos 40.000 millones, todo cuando suene el reloj; allá por 2030. Entonces se escuchará la voz del poeta: “Cómo era, Dios mío, cómo era?”.

Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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