Crónicas del subsuelo: El extraño informe de un viajero - Mendoza Post

2022-10-22 20:56:22 By : Ms. Jinshi Tian

En el sueño, aterrizo en una ciudad que bordea la montaña, de escala pequeña en relación a las colosales urbes sobrecargadas de edificios y carreteras en su anatomía, que funcionan como puentes y catapultas donde las luces prenden a eso de las 17 cuando el sol es negado por la arquitectura demencial, y en canastos, vegetan millones de seres humanos en transición constante hacia otra especie. No sé a ciencia cierta a cuál especie estarían mutando, pero hay varios indicadores que nos pueden servir de graficación del tema, el cual, por cuestiones de evitamiento y cansancio premonitorio, dejaremos para más adelante a medida vayan apareciendo. La ciudad es pequeña, decía, -y baja- agrego, sin embargo se ve que va adquiriendo rasgos de ciudad grande, al menos a eso aspira si uno tiene en cuenta la variedad de plazas con mayólicas y fuentes de coloridas aguas junto a pérgolas, entretejidas por unas privadas flores trepadoras, típicas de la región; y los monumentos y esculturas gigantes de chapa o cemento, pero también de arcilla, de lo que aquí le llaman "cerámica", más aún: las tenebrosas alamedas que lo hunden a uno en la carretera sin fin en un túnel incruzable de plátanos de más de ciento cincuenta años, o los panteones de bancos que van vaciándose por la inteligencia artificial que ponderan el sistema de bits, mientras, esos trabajadores de cuello blanco -como se les decía en algún momento- sobrellevan depresiones severas como todo sujeto aniquilado por una institución que reglamenta los espacios tardíos de escarmiento en clubes de verano, clases de yoga y acompañantes terapéuticos, sin olvidar las decodificaciones, la gestión de las emociones, en un mundo sinsentido donde esas ofertas aparecen como desesperados manotazos de ahogados, aunque he de reconocer, que aquí, todas las religiones tienen su templo -o como se llame: mezquita, sinagoga, iglesia-, según la conceptualización del relevamiento espeleológico de la materialidad metafísica de sus investigadores y jerarcas.

Ver: Crónicas del subsuelo: Parque de diversiones

Un hombre cabecea a la espiga que prende en las comisuras de los ladrillos de la Gran Iglesia que data del 1840. Duermen allí familias con sus niños moqueando. También en los bancos: ¿el sistema financiero no se imaginó estos develamientos con el paso del tiempo? Allí pernoctan cuando el sol se hace fuerte al medio día. Y por las noches, para hervir la sangre, el trajinar del el calentamiento del cuerpo. Han dejado, trabajo menor y mal pago, al estilo changas, para los desclasados de toda clase y clasificación. El que te para el taxi para ganarse unos pesos, la señora que en la puerta del restaurante medio pelo invita a los paseantes a comer, y un sinfín de entreveros que realizan los que han quedado en el territorio: zombis que habitan la ciudad, gente rota que arrastra alguna parte de su cuerpo, sino es la pata es el temblequeo de alguna patología motriz, o gente que camina lentísimo por algún padecimiento en su columna vertebral. Harapientos, mangueadores, jorobaditos del nuevo milenio que no pueden ver más allá de la esquina como futuridad de sus cuerpos. En más de una oportunidad me he visto cruzando esquinas a alguien en silla de ruedas, o del brazo a alguna mujer ciega sin compañía, a la deriva, pidiendo monedas con la misma perorata, o las estampitas religiosas de los mudos, o los papelitos escritos a mano, a lápiz, con un párrafo certero y eficaz para la sensiblería y así colaborar con la estómago de la víctima.

Ya ni los lugares patrimoniales son visitados por el turismo, porque del tiempo han urgido otras mocedades para ubicarse en el confusionismo mal entendido, -chinos no quedan- y lo que se confunde es el confusionismo con la confusión existencial y paranormal del peregrino. Repito, que, a medida que avanza esta ciudad, pareciera luego retroceder en una cinta trasportadora tramposa que detiene y saca del presente a los sujetos. Los tira a un tiempo sin retorno, que luego devienen monstruitos en posición adelantada para siempre, por eso ya no juegan donde los otros juegan. Si no fuera por los relojes, sino fuera por la guía del sol, tal vez las cosas serían diferentes, pero cómo llegar a esa instancia si tan solo uno puede nomás contemplar los restos ruinosos acaparados por arqueólogos de kioscos. No ha quedado nada en pie. La zona de las casas viejas donde recalaron miles de inmigrantes ha desvanecido y quedado en el olvido dadas las nuevas construcciones con departamentitos elegantes y apretados, donde lo que se dice en un murmullo en uno se escucha en el otro, y así, las cuestiones de la arquitectura moderna. Algunos dicen que la máquina de la memoria está hecha de olvido, que es lo más que hacemos, olvidar. Sin olvido no hay empuje, podría decirse. Y ese acicateo a retomar la memoria a garrotazos hace aguas con el desencanto convencional y la desaparición de futuridad, de horizonte, de imaginar el después, que dada las circunstancias ya no necesita de memoria ni de pasado. Por tanto, digo y declaro: no conociendo en profundidad esta ciudad en la que ya llevo unas buenas semanas, la inocencia de todo zombi, "peligroso" por sus atuendos o sus caras horripilares con las que cargan caminando por las calles del centro.

En realidad he venido a cumplir una misión, encontrar a una persona que deberé contactar y tener una plática. Que anda por esta ciudad al menos, información que poseo gracias a Gleimurch Alrton, el diseñador del plan que me ha traído hasta aquí, a quien no he tenido el gusto de conocer en persona a no ser por las cartas con remitentes de distintos sitios, y mapitas que me ha mandado con indicaciones a seguir para dar con el mortal. Empecé diciendo que en el sueño aterricé... pero no podría ahora discriminar si fue sueño o una alucinación propia de los viajes cuando uno se topa con lo extraño y des cotidiano. ¿No te gustan algunas palabras que deforma mi alucinación? Pues lo siento corrector policía de las palabras, saben ponerse nerviosos los adictos a la corrección. Erigidos en tótems de verdad dicen que la palabra se escribe así, y si no, está mal escrita, Ay correctores, Ay. Si supieran observar sus vidas podríamos hablar más distendidos, porque en la alucinación o sueño he topado con varios, parece una ciudad donde hay muchos correctores, pero correctores de todo, vigilantes de una palabra, como se dice en el barrio de las deformaciones. Pero ese es otro tema. Porque yo he venido aquí a deshacerme de una persona de apellido raro que todavía no puedo ni pronunciar. Por indicación. Por trabajo. Porque a eso me dedico y la paga es buena. Teniendo los pasajes a tiempo nada puede salir mal de estas bagatelas que les relato. He tenido que sentarme en un banco de la plaza principal porque me siento fatigado, no sé qué me pasa, es como si del estómago me estuviera creciendo algo, igual no se nota al levantarme la camisa para verme, es solo la sensación de que crece algo, cansado ya, sin ganas de estar aquí, mareo por ratos. Como no conozco a nadie tengo que agenciarme, ya no soy tan joven, a decir verdad, como para no darle importancia a los malestares del cuerpo ni mucho menos a los devenires de la mente. Pero si es una alucinación lo que me ha invadido, o una posesión en ciernes, debo calmarme. No quiero llamar la atención de toda esta gente humana que me rodea, tantos niños, tantos perros, tanto chirle en los maquillajes de las caras.

Justamente cuando estoy en esas cavilaciones paranoides se me acerca un señor vestido de payaso. Con su mano derecha sostiene un palo alto lleno de globos como si fueran frutos de un árbol. De colores extraños, nunca había vistos globos negros ajirafados por el sol, ni mucho menos esos verdes desteñidos que dan lástima. En fin, el hombre payaso tiene una vestimenta no muy correspondiente a un payaso. La camisa rosa con manchas de sangre, el moñito de kira y una chaqueta avejentada demasiado hedionda como para que un niño se le acerque, el pantalón es una muestra de la decadencia, tiene jirones que le cuelgan, lo cual hacen del señor payaso más un mendigo que un actor. Pero aquí va lo más patético: su cara está pintada de rojo sangre y tiene curitas, cinco curitas le conté, con la nariz de negro pompón. Dio terror su cara y su presencia. Sobre todo porque se acercó y quedó mirándome sin decir palabra. Con el palo ese lleno de globos despintados, y otros explotados. Los ojos extraviados en alguna posesión, quién sabe. Y yo sintiéndome así, a punto de vomitar, con arcadas cada cinco minutos. Por momentos pensé que si era un sueño ya iba a despertar, eso me animó a no preocuparme tanto a medida que las puntadas en el estómago se pronunciaban; y si fuese una alucinación, he leído por ahí en Oliver Sacks, puede durar un tiempo incalculable. Lo cierto es que en estado de aparente conciencia siento y veo lo que cuento. Esperando se me pase para proseguir a la zona del cementerio, que me han dicho hay panteones decorados, de fina hechura, con familias enteras fallecidas que pertenecen a estirpes diferentes, también construido hacia mil ochocientos y pico.

En medio de todo este desacierto el señor payaso realiza un movimiento extraño en la plaza principal, como una transformación que sufriera en ese instante, frente a mí: se desboca, emite palabras que no se entienden, no sé a ciencia cierta si es por el idioma o se encuentra en estado de posesión, -parecen palabras de otro idioma, desconocido o antiguo, no sería fácil de determinar rápidamente- el señor payaso dice cosas que parecen salir de un endemoniado, grita con la cara hinchada y se tira con las manos, fuertemente, de su propios pelos, se ha sacado partes de su vestimenta a los manotazos, desesperado, como si un hormiguero le hubiera florecido en su cuerpo, debajo de la camisa o del pantalón; salta, corretea en círculos concéntricos como una cabra, algunos globos han quedado a la deriva, ya vuelan, otros han explotado, apenas dos o tres quedan amarrados al palo largo, los niños de la plaza se ponen a llorar a coro abrazando a sus madres, todo en un gran confusionismo, imaginen, y yo descompuesto de manera horrísona, sin entender siquiera cómo salir de esta situación, sea sueño o alucinación, o como se llame.

Desde el balcón de la Lucerna del Viejo Hotel, mientras sorbo un trago de café, diviso las ventanas del edificio de enfrente. Debo advertir que en esta ciudad hay arboledas en todas las calles, y cuando se alzan las ramas con su frondosidad saben tapar la vista de los edificios y las arquitecturas de las construcciones que tienen filetes de terminación francesa o alemana, inglesa, árabe, criolla. Sin embargo, al caer el otoño, es común encontrar una ciudad despejada, por la emparejada de ramas que cortan con millones de hojas casi secas que caen en todas las veredas. Lo que quiero decir es que en este momento está despejada la vista porque justamente no hay árboles altos por la poda. Dejo la taza de café a medias y pongo un rato de música, unas melodías de Vivaldi y Sibelius, Litz y otros clásicos, suavemente escucho de la ventana de enfrente las mismas melodías de Vivaldi y Sibelius, Litz y otros clásicos, exactamente las mismas al mismo tiempo. Apago mi equipo para seguir escuchando a las melodías de enfrente, y ya no suenan. También alguien desde ese departamento que veo desde mi balcón ha apagado la música, intento de nuevo con la mía y suena la misma enfrente, apago y apagan, y así... un buen rato.