El Centro Nacional de las Artes Teatro Colón: un cascarón de soberbia y cemento

2022-10-22 21:09:36 By : Mabino Lin

El 6 de mayo pasado el presidente y la ministra de cultura develaron la placa que inaugura el Centro Nacional de las Artes. Se trata de un colosal equipamiento cultural ubicado en el Centro Histórico de Bogotá, en la manzana 25, entre las carreras 5 y 6 y las calles 10 y 11. Es la conclusión de las obras civiles correspondientes a la ampliación para la protección y conservación del Teatro Colón, declarado por el decreto 1585 de 1975 como Monumento Nacional, hoy Bien de Interés Cultural de carácter Nacional.

Sin embargo, lo que debería ser alegría para quienes encarnan la cultura y el patrimonio de la nación se siente como un cascarón de soberbia y cemento que requiere con urgencia cobrar vida para responder al objeto que motiva la arrogante intervención: devolverle al Colón su naturaleza de “teatro de producción”. O, en otras palabras, generar y difundir actividades de música, teatro y danza, como lo expresa el concepto general de su Plan Especial de Manejo y Protección.

En 1792, el virrey Ezpeleta autorizó la construcción de una “casa de comedias” que brindara diversión pública “útil y honesta” a la eclesial y pacata Santa Fe de la época, con el fin de servir como escuela de instrucción para adquirir nobles y útiles ideas. Pero el resultado fue un espacio inspirado en el Teatro de la Cruz de Madrid, denominado Coliseo Ramírez, en honor a Tomás Ramírez, su mecenas principal. Cronistas y viajeros del XIX lo describieron con apelativos como “muy pobre”, “detestable” o “la construcción más fea que hay en Bogotá”.

Para 1871 el Coliseo se rencaucha como Teatro Maldonado. Su nuevo dueño, Bruno Maldonado, lo reinaugura tras la ampliación de sus palcos y el levantamiento de una fachada con elementos neoclásicos. Sin embargo, conserva las carencias y ahonda las molestias que lo caracterizaban: “incompleto, incómodo e inseguro”, deficiente en ventilación e iluminación, huérfano de servicios sanitarios. Pero a pesar de sí mismo, tanto el Coliseo como el Teatro acogieron desde representaciones escénicas y concursos de poesía hasta peleas de gallos y lidias de toros.

En 1885 Rafael Núñez declara de utilidad pública el inmueble, lo expropia y proyecta una serie de mejoras bajo la dirección del célebre arquitecto Pietro Cantini. Desde el inicio, Cantini señala la inconveniencia de obrar sobre la vieja estructura por cuenta de su estado, de lo estrecho de la calle, del desnivel de su terreno y de los costos y enredos de las expropiaciones de los lotes vecinos. Con todo y eso, para 1896 se inaugura totalmente reconstruido, con la forma de herradura propia del gusto neoclásico europeo del XIX, un teatro “a la italiana”.

El siglo XX traería una seguidilla de adecuaciones e incorporaciones de diversa escala y manufactura que debieron garantizar un dolor de cabeza constante a sus varias administraciones. En el siglo XXI, por fin, se aprobó un proyecto de tres fases de reforzamiento estructural y restauración, modificación de la caja escénica, y ampliación. Fue un proyecto que fue creciendo en proporciones, prórrogas y adiciones presupuestales y que hoy, luego de cuatro periodos presidenciales, se presenta a la nación.

El proceso no ha estado exento de críticas; es más, estas han sido una constante.

La primera y obvia fue sobre el porqué de una intervención de tal envergadura en ese punto de la ciudad o, incluso, del país. Le siguió un debate sobre la solución arquitectónica que podía corresponder a este sensible espacio, atada a las confrontaciones sobre la interpretación y armonización de la norma por parte del distrito y la nación. Así, a lo largo del proyecto, urbanistas, expertos en patrimonio, arquitectos y abogados se han visto las caras en un ir y venir de argumentos.

Pero claramente el problema no es el disenso, sino sus resultados, que en últimas ponen de manifiesto que en la esfera patrimonial y desde la vanidad del Estado y sus funcionarios no se construye en conjunto, sino desde el principio de autoridad. Que se afanen luego los técnicos para justificar lo que seduce en las salas de juntas. Y para el caso, que las personas se terminen acostumbrando a la fractura de la unidad del paisaje de la zona, a la desproporción de los nuevos volúmenes y a perder las visuales sobre cerros y la catedral. En últimas, la ciudad carece de memoria y su única constante es el cambio en atención a los aires de cada administración.

Pero más allá de concebir el paisaje como algo físico y no como un conjunto de relaciones de orden cultural, hoy por hoy, con el velo descubierto por los funcionarios de turno, en un acto digno de esa primera “casa de comedias”, lo que se revela no es el conjunto de edificios, sino el vacío que albergan.

Si bien el Plan Especial de Manejo y Protección es un documento cuidadoso y detallado en lo material, carece por completo de un componente relacionado con el patrimonio vivo, con la forma como las personas habitan y crean relaciones significativas frente a ese espacio. Siguiendo la lógica del meme: hay nevera, pero no con qué llenarla; hay camioneta, pero no para la gasolina, y así podríamos seguir ad infinitum.

Al dar una leída al comunicado y a los discursos oficiales que promocionan la inauguración del espacio y al complaciente cubrimiento de los medios que le deriva, hay dos puntos que se destacan: el primero, que son 17 mil metros construidos; y el segundo, que la inversión superó los 130 mil millones de pesos. El tamaño y el precio o el principio de exhibición que hace famosas a las Kardashian y que desplaza el objeto de la intervención a un asunto meramente inmobiliario. O incluso restringido al del diseño de interiores, si se leen las imágenes que entronizan como símbolo de la obra la lámpara de cristal “elegante y vistosa” que cuelga del vestíbulo de una de las nuevas salas y que había sido desmotada del Colón por afectar la pintura del plafón y obstaculizar la vista al escenario por “su peso y tamaño excesivos”.

Ahora bien, sin perder de vista que el objeto de todo esto es el renacimiento de un teatro de producción, vale la pena ahondar en los procesos de formación que incuba. El sentido común invita a pensar que existe una equivalencia entre tamaño y precio de la obra, y el diseño e implementación de líneas, programas y proyectos entorno a las prácticas artísticas y del patrimonio que le dan su razón de ser. O, en otras palabras, que le dan vida al espacio ocioso.

Sin embargo, siguiendo nuevamente comunicados y discursos, esto no se evidencia. El texto, más allá de indicar que hay espacios de uso múltiple, señala cuatro procesos con los que se inaugurarán las acciones: el Diplomado de Artes Performativas, la orquesta laboratorio de la Fundación Nacional Batuta, las actividades de formación que se realizarán en el taller de escenografía del Teatro Colón y el Bogotá Music Market. Ahora bien, el diplomado tiene un costo de cuatro millones por participante, Batuta cuenta con 163 centros musicales en todo el país, el taller de escenografía tiene su sede en la Estación de la Sabana  y el Bogotá Music Market es un espacio de comercialización y no de formación.

Lastimosamente, en ningún universo las acciones descritas se comparan a la faraónica empresa que las acoge. Ojalá todo sea un desatino de las oficinas de prensa de las entidades gubernamentales; ojalá sea la falta de coordinación para circular la información entre los equipos de las entidades; ojalá sea el resultado del afán por develar la placa. Claramente la nación exige espacios para poner en escena las artes, pero necesita que esas prácticas estén sustentadas por políticas públicas que le den un impulso a su creación.

Se atribuye a María Antonieta la frase “que coman pasteles” (“qu’ils mangent de la brioche”) cuando se le informó que los campesinos franceses no tenían pan. Con la inauguración de la tercera fase de la restauración sucede algo similar. El Estado implanta un enorme pastel blanco y cuadrado en el centro de la ciudad para un sector de la población al que se le han caído los dientes por su histórica desatención.

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